1. Acción política
Los principios y normas señalados en esta Declaración tienen en la Democracia su mejor expresión y su mayor posibilidad de realización, por ser su estructura la más en consonancia con la dignidad y la libertad de los ciudadanos. Entendemos por Democracia el gobierno del pueblo por el pueblo y para el pueblo.
No pensamos que la democracia sólo sea un régimen político aceptable. El concepto de Democracia, más allá de su acepción originaria y clásica, por encima de las deformaciones contemporáneas que la han desprestigiado hasta en su nombre, sigue no obstante correspondiendo a las más nobles aspiraciones humanas, orientándolas hacia una vida de orden en la libertad, de justicia por el derecho y de unión en la tolerancia.
La esencia de la Democracia está constituida por un régimen de convivencia y no sólo por un aparato jurídico, ni por el sufragio universal, ni por cualquier otra manifestación de la voluntad popular; sostener lo contrario equivaldría a confundir el todo con la parte, el fin con el medio.
Sin embargo, tales instrumentos son connaturales a la Democracia.
De ahí que sea imprescindible para su existencia y vigor el asegurar a su vez la realidad y pureza del sistema representativo, mediante mecanismos de elección y de consultas variables según los países y las épocas.
Son también típicos del régimen democrático; la libertad de información y de crítica, la libertad de prensa, de reunión y de petición, el derecho de los ciudadanos de expresar sus propios puntos de vista sobre los deberes y sacrificios que se les imponen, la separación de los poderes estatales, la independencia del Poder Judicial, la autonomía comunal, la pluralidad de partidos políticos, la representación y respeto de las minorías, la periodicidad de los cargos electivos, la publicidad de los actos de gobierno, la responsabilidad de los funcionarios públicos, la igualdad ante la ley y en general, toda garantía para la más adecuada protección de los derechos humanos.
Porque el poder del Estado tiene sus límites señalados por la ley misma y porque sus atribuciones están sujetas al control de la ciudadanía, proclamamos nuestra más firme adhesión a la Democracia, que resulta el más seguro camino para llegar a la conquista de la liberación espiritual y material que anhelan los hombres y las naciones.
La DC sostiene el sufragio universal como el medio normal por el cual el pueblo designa sus representantes para el Gobierno, y al hacerlo determina la orientación que prefiere para éste. Por su propia naturaleza, el sufragio universal, secreto y obligatorio, de varones y mujeres, compromete gravemente la conciencia personal y cívica de los ciudadanos e influye de modo preponderante en la suerte de la política y en general, de la sociedad.
Los partidos políticos ejercen derechos cívicos primordiales, ordenan las diferentes tendencias de la opinión, prueban las vocaciones y aptitudes políticas de los ciudadanos y organizan la cooperación popular en la función del gobierno. Ellos deben ser respetados en sus derechos sin otra condición que la leal observancia de la Constitución nacional, debiendo cuidarse especialmente la eliminación de toda confusión entre Partido y Gobierno. La Democracia Cristiana, se opone, no sólo al concepto de partido como instrumento de despotismo en la incongruencia de Partido Único, sino también a las inclinaciones sectarias que han llevado a menudo a anteponer las conveniencias partidarias a las exigencias y deberes del bien común.
Frente a la necesidad y las posibilidades que comportan el sufragio universal y los partidos políticos, la Democracia Cristiana pone en evidencia el error que implican las tentativas de excluirlo, bajo pretextos diversos, que en el hecho, favorecen al despotismo. Los individuos aislados no pueden obrar en la vida cívica con la eficacia y la regularidad que proporciona el Partido. La familia, la organización profesional o la clase no tienen por objeto específico el bien común de toda la sociedad, y por tanto no pueden constituirse en órgano de la vida cívico-política.
2- Educación y cultura
La Democracia Cristiana luchará sin descanso para que reine en el país una efectiva libertad de enseñanza. Esta libertad implica la armonía y el respeto de los derechos de la familia, de la Iglesia y del Estado. Nada justifica el monopolio estatal de la enseñanza, el más inicuo de los monopolios.
Todo niño tiene el derecho a una educación integral que lo conduzca al máximo florecimiento de su virtud y de su talento en igualdad de condiciones con los demás y sin discriminaciones de índole racial, social, económica, religiosa o ideológica.
La familia por su fin específico, tiene prioridad de obligaciones y potestades con respecto a la educación. Es indispensable la libertad de educar a los hijos por parte de los padres; la formación espiritual de la prole, como su crianza y cuidado, son cargos inherentes al padre y a la madre, porque ellos se hallan asociados en la misma. Por tanto, el deber natural de la educación es también frente a los semejantes y al Estado, el derecho natural a la prestación de los medios y el respeto de los fines escogidos por los genitores en la cultura de sus hijos, respetando el credo religioso de los mismos. La escuela complementa y perfecciona la educación dada por los padres; los maestros son, pues, sus delegados o mandatarios. Por encima de su misión de enseñar la técnica, las aulas deben procurar el pleno desarrollo de la personalidad humana y el fortalecimiento del respeto a los derechos del hombre, a las libertades fundamentales y a nuestra organización democrática.
La Iglesia Católica tiene también derecho propio a educar; a impartir libre y públicamente educación religiosa a sus fieles y todos aquellos que acepten recibirla, así como también a promover la enseñanza de las disciplinas profanas.
La misión del Estado es velar para que los padres cumplan el deber que respecto a la educación les impone la naturaleza y la ley, estimulando y ayudando económicamente a los institutos educacionales privados, controlando su idoneidad moral, científica, didáctica e higiénica y vigilando el respeto a la historia e instituciones patrias y a nuestra vida democrática. En atención a sus funciones de bien común que lo obligan a garantizar y le dan derecho a exigir a todo ciudadano un mínimo de su formación cultural, cumpliendo una misión auxiliar y supletoria y tutelando el derecho del hijo a la educación, está facultado para crear y sostener escuelas públicas o establecimientos propios.
En las escuelas oficiales el Estado es representante de los padres a quienes no desplaza ni sustituye y cuyo sentir debe obedecer en la formación integral del educando, inclusive en lo concerniente a materia religiosa.
La cultura, cultivo del hombre integral, debe ser ante todo cultura de la persona. Por ello, únicamente puede fundamentarse en una educación de raíz espiritual, que desarrolla con plenitud, libertad y armonía todas las facultades y potencias del ser humano, en función de la trascendencia de su origen, naturaleza y destino.
Si bien la cultura se conserva y acumula en el cuerpo social, siendo esencialmente humana, no es lícito que el Estado fije su contenido, sus límites y sus direcciones en fórmulas legales, que forzosamente son coactivas; en pautas o módulos cuya definición e impartición caen fatalmente en manos del Estado.
3- Economía
Los bienes materiales son necesarios para la subsistencia y el progreso humano, por lo cual deben estar al alcance de todos. Ni ellos, ni los elementos que les sirvan de fuentes (naturaleza, trabajo y capital), constituyen fines en sí mismos, unos y otros son bienes instrumentales, que en conjunción y armonía de todos los bienes sociales elaboran el ordenamiento del bien común.
El orden social exige producción abundante y racional, distribución equitativa, consumo suficiente, previsión y asistencia. Nada de éstos es posible sin la labor humana. De ahí, la eminente dignidad del trabajo, que en el orden material es el factor primero de la economía y cuyo valor ético es el de representar, en sus diversas formas, la participación consciente en el plan providencial de la creación, siempre fluyente.
En el proceso económico y en la relación al capital (privado o estatal) ha de ocupar una posición preferente el trabajo (intelectual, manual o mixto) no como un atributo de clase, sino como un tributo de la persona en beneficio propio y común.
La concepción del trabajo como una mercancía, lleva a la degradación y explotación de los trabajadores; inversamente, el considerar a todo capital como producto de fraude, conduce a la denigración y al despojo indiscriminado de los propietarios y a extenuar la base material de la economía.
No hay razón valedera para oponer ambos factores, naturalmente destinados a la complementación a la solidaridad.
La lucha de clases es errónea en sus fundamentos, injusta en sus medios, egoísta en sus fines y desastrosa en sus resultados. La opresión capitalista y la dictadura proletaria, son distintas formas de privilegio y despotismo.
El capitalismo ha aportado progresos técnicos y económicos, pero el individualismo y el materialismo que impregnaban la sociedad, lo han llevado a subordinar las normas morales a la finalidad de lucro, a convertir la libre contratación en una desalmada selección de fuerte y débiles y a pretender la perpetuación de su doble estructura de empresarios y asalariados, divididas en dos mandos impenetrables entre sí.
El sistema capitalista tal como se ha presentado históricamente, está concluyendo su ciclo y debe ser superado por medio de una reforma sustancial y progresiva dentro de cauces legales. Para ello no pueden servir los regímenes paternalistas porque mantienen a los obreros bajo una tutela permanente, mediante un juego legal de protecciones y restricciones y la periódica concesión de mejoras que no evitan el predominio patronal; tampoco los estatismos demagógicos, porque reducen el problema a la simpleza de hacer ricos a los pobres y viceversa, para la cual instauran una parodia de lucha de clases, impulsando a los trabajadores hacia conquistas económicas insaciables, hacia las contiendas partidistas, las posiciones políticas y los recursos burocráticos.
Unos y otros eluden la cuestión y son en definitiva explotadores políticos de la necesidad y conservadores del régimen del salariado, que si bien no es injusto en sí mismo, no satisface ya todas las aspiraciones humanas ni da solución al profundo malestar social imperante, que a más de económico, es una cuestión de dignidad herida y de justo anhelo de superación.
Es indispensable una franca evolución de la situación actual sobre la base de las siguientes orientaciones fundamentales:
a) ordenamiento y regulación de la producción de acuerdo a las necesidades del consumo;
b) subordinación del lucro a la moral y al bien común;
c) primacía del trabajo, en todas sus formas, sobre el capital, con reconocimiento de la función social de éste y la necesidad de la marcha armónica de ambos;
d) la empresa libre y privada (individual, familiar, comunitaria o cooperativa) debe ser la forma normal de la vida económica. Las empresas estatales deberán seguir también las orientaciones señaladas precedentemente.
Todo ello se realizará mediante la intervención gradual de empleados y obreros en la comunidad de trabajo de la empresa y a través de su progresiva participación en las utilidades y gestión de la misma, hasta llegar a un régimen societario de copropiedad y cogestión, en el cual el trabajo organizado se integra con la administración de la empresa.
Trabajo organizado y administración colaboran así como un todo indivisible y no como dos campos opuestos; todo ello, sin desmedro de la indispensable autoridad de decisión y unidad de comando de la administración.
Además, en la tarea de evitar la especulación y preparar el camino hacia experiencias asociativas y comunitarias, se hace necesario fomentar mediante diversos arbitrios las cooperativas, los comités de iniciativas, las organizaciones de cogestión, las comunidades de trabajo y todas aquellas reformas que permitan llegar a la realización de una economía humanista.
La justicia reclama, igualmente, satisfacer la aspiración de todos los individuos y clases sociales a la posesión y al disfrute de los medios económicos necesarios o convenientes a su bienestar y felicidad, especialmente la tierra laborable y la vivienda urbana y rural. Es derecho de las personas y familias, tener en propiedad tales bienes y disponer de ellos con exclusión de los demás particulares, de la sociedad y del Estado. Pero hay que recordar también que la propiedad privada, si bien es como una extensión de la persona y una condición de su perfeccionamiento, engendra por otra parte, obligaciones sociales a cargo de los propietarios, las cuales deben ser reglamentadas por el
Estado con miras al uso prudente y justo de las cosas que son objeto de ese derecho.
En la medida que la técnica lo haga posible será preciso restaurar la pequeña propiedad y la pequeña empresa, haciéndolas a la medida del hombre. El campo en sus explotaciones agrícolas y ganaderas, representa sin duda la más importante fuente de riqueza del país; es necesario asignarle todo el enorme valor que tiene en nuestra economía nacional, mejorando en todos sus aspectos, las actuales condiciones de vida, comodidad, cultura, producción y trabajo mediante adecuadas medidas impostergables consagrando el acceso a la propiedad de los campesinos, en explotaciones del tipo familiar y la redención del proletariado rural.
El Estado debe en el mundo económico contemporáneo hacer los planes generales y señalar las grandes líneas de la política económico-social. Tiene que tener también en sus manos, los controles superiores de la vida económica para mantener una moneda sana y un crédito que estimule o desaliente, pero sin intervenir en el proceso mismo de la producción. Mediante el poder impositivo redistribuye las rentas justicieramente, pero teniendo especialmente cuidado de las exigencias de la justicia social y del proceso de capitalización. En la medida que se requiera y con carácter de excepción, El Estado controla o toma a su cargo ciertas actividades básicas que pueden causar un gran daño público en manos privadas, sea por su valor estratégico o por sus incidencias sobre la población, sea por insuficiencia de la iniciativa privada o por el poder económico y político que importen. Circunstancialmente puede establecer controles secundarios para defender al pueblo contra el monopolio y la explotación.
Entretanto y mientras no se llegue al nuevo ordenamiento que preconizamos, urge adecuar el salario a las necesidades vitales del trabajador y su familia, atendiendo también a su capacidad real de producción. Dicha política de salarios deberá ser completada por la estabilidad y seguridad social contra el paro, la enfermedad, la vejez, la cesantía, el fomento de la vivienda digna, la creación de ritmos y marcos humanos para la vida trabajadora y la educación progresiva para las responsabilidades que comporta el nuevo mundo de la Economía Social hacia el que avanzamos.
La libertad y la justicia deben encontrar la síntesis en una economía social orientada al consumo, a través especialmente del mercado. Esta economía con sentido social debe tender a aumentar la producción contemplando las necesidades y aspiraciones del pueblo dentro de un sano espíritu de justicia, superación y competencia. Mediante el incremento de la riqueza, procura las bases para lograr una elevación material del pueblo y una más justa distribución de los bienes, excluyendo cualquier clase de monopolio.
4- Vida religiosa – Libertad de cultos
La vida religiosa constituye el presupuesto indispensable del orden social y su aliciente más potente.
Esta encuentra savia fecunda en el mensaje evangélico que ha sido dado a todos los hombres. La profunda y pacífica revolución que éste produjo contribuyó en alto grado a la dignificación de la persona y de los pueblos, demostrando que más allá del ámbito puramente religioso, obra también como fermento social de inagotable energía histórica.
En lo concerniente a la religión, el Gobierno ha de respetar y garantizar el derecho necesario de los hombres a rendir culto a Dios, privada y públicamente. A su vez, de acuerdo con la más noble tradición nacional, la Sociedad y el Gobierno han de tributar el culto público que les incumbe.
La libertad de creencias religiosas y de cultos, según el régimen de la tolerancia civil lealmente practicada, excluirá toda forma de coacción sobre las conciencias o de inconvenientes a las personas por razones religiosas. De este modo se alejará cualquier posibilidad de abuso de lo religioso con fines políticos.
La fe en jurisdicción del Estado, que no es definidor de la verdad y menos de la verdad teológica. La fe no es materia de sometimiento sino de convencimiento. Por lo tanto debe el Estado el respeto máximo al diálogo del hombre con Dios, y debe, cualquiera sea la forma en que el hombre lo realiza, aunque la crea errónea, tolerarlo civilmente. El cumplimiento de su fines debe procurar por todos los medios que reine la paz religiosa a fin de que fructifique el mensaje que Dios deposita en cada alma.